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20 de octubre de 2011

Abrí la puerta. Todo se encontraba tal y como lo había dejado antes de salir: el televisor encendido, la suciedad del piso que llevaba semanas sin barrer, las manchas de grasa en la cocina, los platos sucios en el lavabo, el basurero lleno de moscas, el refrigerador expulsando un extraño fluido viscoso, carne pudriéndose en un sartén, las paredes mohosas y todas esas cosas desagradables que se ven cuando uno vive solo y es desinteresado. Aventé la mochila y me dirigí al baño. Llevaba días sin defecar. Sentía que no podía más con tanta presión en el abdomen. Gotas de sudor resbalaron por mi rostro debido al esfuerzo. Un ardor punzante en el culo y el hediondo olor a mierda indicaron que mi tan esperado alivio había llegado. Salí del baño dejando la puerta abierta para que el olor saliera. Mala idea. Se esparció por todo el departamento. No me lavé las manos, me pareció innecesario. Decidí entrar a mi habitación a dormir un rato. Estaba cansado de la larga jornada de trabajo, de soportar al típico jefe intolerante y a los compañeros simplones, de fingir ante los clientes que lo que hago es interesante y blablablá.

Abrí la puerta. Nada se encontraba como lo había dejado, todos los objetos se estaban en lugares diferentes; todo parecía nuevo, recién comprado, incluso tenía ese olor característico, todo se veía limpio, la loseta, las paredes, como en esos comerciales de Fabuloso donde la casa está reluciente y los habitantes bailan de felicidad. Yo no bailé de felicidad. No entendía lo que sucedía; por último miré la cama. Había en ella un individuo sentado, unos 27 años, estatura media, cabello negro rizado, ojos color… ojos… El tipo no tenía ojos, sólo un espacio vacío, dos agujeros negros, sonreía… Sonreía y sentí como si clavara la ausencia de su mirada en mí; quisiera decir que un escalofrío me recorrió pero no sentí nada más que curiosidad. Quería meter mis dedos en sus cuencas oculares, quería tocar su rostro que, por alguna razón, se parecía tanto al mío. Usaba la misma ropa que yo, sólo que la suya se veía recién lavada y planchada. Parecía salido de una fotografía de esas que vienen en los portarretratos. Pobre tipo, pensé, si yo me viera así no sonreiría tanto. Me acerqué a él lentamente, temía alterar la perfecta estabilidad de la habitación. Él seguía mis movimientos con su cabeza, como si fuese capaz de observarme. Me senté a su lado, las yemas de mis dedos rozaron su (mi) rostro y, como si tuviera pintura en ellos, quedaron marcadas mis huellas dactilares en su mejilla. Él no reaccionó. Estaba impávido. Seguí tocándolo hasta que su rostro se convirtió en una extensión del vacío de sus ojos. Aún sonreía. Era imposible modificar esa mueca irónica, se burlaba de mí. Un extraño impulso me llevó a abrazarlo. Lo abracé tan fuerte que su ropa quedó arrugada. Lo recosté en la cama y me acomodé a su lado. Perdido estaba en cavilaciones acerca del origen del extraño individuo tan parecido a mí al que ahora me aferraba de manera violenta cuando escuché ruidos en la cocina, alguien había entrado y se dirigía a mi habitación.

Lo he hecho tantas veces y aún me sigue dando miedo. Me quedo pasmada cada que me enfrento a la posibilidad. ¿Qué puedo decir? Soy un ser frustrado y ansioso. No puedo contener los temblores y el nerviosismo, sólo sé rendirme cuando la emesis es inminente, abandonarme a la expulsión violenta de fluidos, al llanto doloso y al piso.

No me gusta terminar en el piso, suelo perder la conciencia por días y despertar rodeada de insectos desagradables; antes me daban miedo, solía asquearme y gritar, ahora ya casi no me importa. Me importan menos la vida, el mundo, la gente, el gato odioso de la vecina, los insectos que me recorren en la inconsciencia. Pienso que un día mis miedos pesarán tanto que atravesarán la loseta y terminaré cayendo abruptamente en el departamento de abajo o, peor aún, atravesaré todas las capas geológicas de la tierra hasta llegar al núcleo. Al menos ahí no existiría el miedo, sólo un murmullo de hierro y niquel, el letargo al que alguna vez fueron condenados los dioses, la suavidad del silencio errante.

El universo es vómito de fluido gástrico ante mis ojos, mis ojos son el grumo antes de la digestión. He vomitado tantas veces los ojos, he vomitado las noches y los mundos circundantes. Me encuentro en el piso, temblando, con el cuerpo bañado en maleza, me cubre una brea opalina, un canto hipnótico me sumerge.

Escucho a lo lejos el barullo de la calle, la andanza de las víctimas desolladas; apenas puedo levantar la vista pero noto la proximidad de la ciudad. Todo converge.

Él me teme, me teme tanto que huye. Se da cuenta de mi estado, de mis perturbaciones, de mis arranques y mi falta de lucidez. Él me teme, me teme tanto que me odia. Me encuentra en la habitación, tendida sobre el polvo, observa detenidamente mi miseria, sonríe. Él me ha encontrado una vez más, sabe que también lo odio, que le temo más de lo que él me teme, que por su culpa dependo del vómito y la muerte. ¿Qué más puedo decir de una situación que nunca tuvo principio? Las cosas siempre fueron y, seguirán siendo, así. Nunca podré vivir sin él, nunca podré olvidar la violenta convulsión. Sí, todo me importa menos, la inmensidad es sólo un llanto ahogado escapando de mi garganta.

Viene, quiere hacerlo una vez más. No se detiene, soy presa fácil, la sonámbula en medio del camino, la muerte abriéndose de piernas. Mi respiración se agita, el pulso en mi cuerpo no tiene piedad, mi esófago está a merced de la acidez, la espina dorsal es recorrida por un escalofrío violento. La oscuridad, converge.